Amb diners podem comprar plaer,
però no amor.
Amb diners podem comprar espectacle,
però no alegria.
Amb diners podem comprar un esclau,
però no un amic.
Amb diners podem comprar una dona,
però no una esposa.
Amb diners podem comprar una casa,
però no una llar.
Amb diners podem comprar aliments,
però no gana.
Amb diners podem comprar medicines,
però no salut.
Amb diners podem comprar diplomes,
però no cultura.
Amb diners podem comprar tranquil·litzants,
però no pau.
Amb diners podem comprar favors,
però no perdó.
Amb diners podem comprar la terra,
però no el cel.
Amb diners podem comprar títols,
però no honradesa.
Amb diners podem comprar benestar,
però no felicitat.
Amb diners podem comprar coses i passar-ho bé (a estones), però només estimant les persones podem ser feliços (sempre), encara que, de vegades, no ens ho passem bé.
Una de las cosas que más me inquietaba de entrar a formar parte de un convento de vida contemplativa era saber qué relación se suponía que debía mantener con el móvil. Por un lado, mi sentido común me decía que era necesario un corte, una separación entre mi vida de antes y la nueva vida que acogía. Sin embargo, ese mismo sentido común también me susurraba al oído que quitarme WhatsApp de la noche a la mañana era demasiado radical. Desaparecer repentinamente me parecía muy injusto para la gente que me quiere y a la que le cuesta todavía aceptar mi vocación.
Finalmente resolví que me quitaría WhatsApp cuando hubieran pasado los primeros días en el convento y las aguas se hubieran calmado un poco entre mi familia y amigos. Mantendría el teléfono exclusivamente para poder llamar y que me llamaran.
Al principio no fue fácil. La primera semana sin WhatsApp tienes la sensación de haber sido absorbida por un agujero negro que te ha hecho desaparecer del planeta. Supones que el mundo a tu alrededor seguirá girando, pero tú ya no formas parte de él porque no hay sticker ni meme que confirme que sigues viva.
Los días pasan y te vas acostumbrando a un ritmo diferente que no va a golpe de clic. De pronto descubres que WhatsApp te aportaba inmediatez, pero no calidad. Te das cuenta de que mucha gente es sólo eso: gente. Con la que te intercambias un par de mensajes y unas cuantas fotos, pero a la que jamás llamarías a preguntar qué tal está. Redescubres el valor de las llamadas telefónicas especiales; vuelves a las notitas de papel para dejar recados; a la memoria fotográfica (¡cuánto la sustituimos por fotos!); a la concentración (¡qué placer estar leyendo un libro sin mirar el móvil por el rabillo del ojo…!).
La vida sin WhatsApp cambia mucho más de lo que nos podríamos imaginar.